lunes, 25 de mayo de 2009

Reflexiones de Mayo

A un paso del Bicentenario

Una de las primeras desilusiones que tuve con la Historia Argentina –así, con mayúsculas- que me contaron en la escuela, fue la de enterarme que en 1810 no existían los paraguas y por lo tanto era imposible que los pobladores de la Buenos Aires colonial que concurrieron el día de la Revolución de Mayo al Cabildo, se cubrieran de la lluvia con este elemento.
Si bien se le atribuye a los chinos el haber usado en la antigüedad algo similar al paraguas para cubrirse del sol, no es sino hasta cerca del año 1730 que se le incorporaron tejidos impermeables, y todavía no tenía varillas plegables.
Alrededor del 1800, un paraguas tenía una estructura hecha de madera y hueso de ballena y pesaba casi cinco kilogramos. En 1852 el inglés Samuel Fox de Sheffield inventa una estructura de acero y construye algo muy similar al paraguas que conocemos hoy.
Vale decir que en 1810 era imposible que el pueblo reclamara que quería “saber de que trata”, a la intemperie pero con la cabeza cubierta por paraguas, tal cual nos lo enseñaron las ilustraciones de los manuales de historia.
¿Y cuántas cosas más nos habrán contado mal? Y cuántas verdades dichas sean, tal vez, mentiras.
Durante años nos contaron “historias oficiales” de quienes nos gobernaron y siempre los próceres fueron de bronce o de mármol. Y muchas cosas de la historia nos la ocultaron, omitieron o cambiaron.

Siempre recuerdo a nuestro profesor de Historia en la secundaria, Evar Ortiz Irazusta –hijo del poeta Juan L. Ortiz- que nos decía -fuera del aula- que había cosas que no nos podía contar sobre la historia. Cosas como que Carlos María de Alvear, amigo de San Martín, miembro de la masonería y resentido con España; quería que el virreinato del Río de la Plata dependiera del rey de Inglaterra y sostenía que el pueblo estaba deseoso de abrazar la bandera inglesa. Esas cosas, a fines de los ’70 durante la dictadura militar, no se podían enseñar e incluso había libros específicos que estaban prohibidos.
Por esos años, Pacho O’Donnell todavía no se dedicaba a escribir libros de historia, y Felipe Pigna estaba por terminar la secundaria en su Mercedes natal.
Afortunadamente, desde hace unos cuantos años, han sido varios los escritores que trataron de desempolvar esa historia almidonada para tratar de hacerla más humana, más real y más cercana a nosotros.
Un notable periodista y escritor ya fallecido, Osvaldo Soriano, a quien le habían enseñado en la escuela esa historia mal contada y almidonada, se puso a investigar hechos históricos. Y justamente la Revolución de Mayo lo apasionó en sus últimos años de vida, intentando encontrar en 1810 el origen del mal argentino.
Lo primero que hizo fue conseguir los 23 volúmenes de la casi inhallable Biblioteca de Mayo. “Es infernal leerlos, son volúmenes de cuatro mil páginas cada uno, no alcanza la vida para leerlos, pero ahí está casi todo” sostenía Soriano.
“La historia argentina está mal narrada y en la escuela no nos cuentas estas cosas” expresó cuando avanzaba en la lectura de los documentos de Mayo.
Y basado en todas las lecturas y cruzamiento de datos escribió, en Página 12, relatos ensayísticos sobre la Revolución de Mayo y los meses posteriores. Uno de los más conocidos publicado en su libro “Cuentos de los años felices”, es “1810” donde trató de contar los hechos en su real dimensión, sin paraguas y sin escarapelas, mostrando a los protagonistas como hombres de carne y hueso.
“En los grabados de época los nueve miembros de la Primera Junta aparecen más tiesos y beatos que un puñado de frailes viejos. Son figuritas desteñidas y tediosas que ocultan la pasión de la libertad con dignidad y justicia”, escribió una vez en la contratapa del diario Página 12.
Soriano afirmaba, muy acertadamente, que las crónicas que se escribieron sobre esa época eran rimbombantes y adjetivadas. San Martín es “genio y figura”, Belgrano, “abnegación y sacrificio”; Moreno, un “preclaro maestro”; Rivadavia, un “coloso de la modernidad”.
Para nosotros, los que nos enseñaron la historia de esa manera, los próceres fueron personas respetables, elevadas, y de la más alta distinción social, cómo define el diccionario. Aunque hoy sabemos que muchos de ellos no fueron tan respetables ni tan elevados.
Pero más allá de ello, lo importante es que fueron hombres de carne y hueso, terrenales, con ideales, con defectos, virtudes, anhelos y miserias.
Me pregunto qué dirían Saavedra, Castelli, Moreno, Paso, Belgrano; de los gobernantes de hoy. Y me pregunto qué dirá la Historia –con mayúsculas- sobre los hechos actuales.
Qué dirá la Historia cuando se narre que en el Bicentenario el país era gobernado por la primera presidente mujer.
Qué se escribirá sobre aquella noche donde el país estuvo atento a lo que pasaba en el Congreso de la Nación, cuando el vicepresidente Julio Cleto Cobos pronunció la frase “…que la Historia me juzgue, mi voto no es positivo…” y quedaba como patriota para algunos y como traidor para otros.
Como dijo Cobos esa noche, la Historia juzgará, pero les queda a los gobernantes el deber de trabajar día a día para honrar a quienes creyeron en la libertad, que lucharon y que dieron la vida por un país mejor.

Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com

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