lunes, 28 de abril de 2008

Los escritores y los gatos


-¡Señores... me compré un gato!. Sí. Así como lo están leyendo. Con ese tono de anuncio importante llegó un amigo mío a una reunión.
-Como me gusta escribir y en realidad yo quiero ser escritor, entonces... me compré un gato. Esa fue su respuesta ante el cuestionamiento generalizado de la causa de tal compra.
-Porque todo escritor que se precie de tal, debe tener un gato – dijo con cara de quién está afirmando una verdad universal inequívoca.
Esto sirvió de disparador para que me interesara acerca de la relación entre los escritores y los felinos. Cuando me puse a investigar acerca de esta relación entre quienes escriben y los gatos, me encontré con algunos datos que realmente no conocía, me parecieron atractivos y los comparto aquí.
Osvaldo Soriano, periodista y escritor, sostenía que “el día que nací, había un gato esperando al otro lado de la puerta” y reflexionaba acerca de la relación con estos animales diciendo que “un escritor sin gato es como un ciego sin lazarillo”. Soriano consideraba que él era como un gato: perezoso y distante.
Jorge Luis Borges tenía dos gatos: Odín y Beppo por quienes sentía un afecto especial al punto de haber escrito un poema –“Beppo”- dedicado a su felino amigo. Escribió Jorge Luis Borges: “El gato blanco y célibe me mira / en la lúcida luna del espejo / y no puede saber que esa blancura / y esos ojos de oro que no ha visto / nunca en la casa son su propia imagen. / ¿Quién le dirá que el otro que lo observa / es apenas un sueño del espejo?”
Curiosamente, el nombre original de este gato era Pepo, pero Borges lo rebautizó Beppo en honor al gato de Lord Byron. El gran escritor argentino sostenía que el gato es un anarquista en el sentido llano del término.
Seguramente la atracción que ejercen los gatos es por su característica independencia. A diferencia de otros animales, uno no es propietario de un gato sino justamente al revés.
“El hombre es civilizado en la medida en que comprende a un gato” afirmaba el escritor irlandés George Bernard Shaw.
Por su parte, el poeta chileno Pablo Neruda, también mostró su fascinación por estos animales y escribió en su “Oda al gato”: “Oh fiera independiente / de la casa, arrogante / vestigio de la noche, / perezoso, gimnástico / y ajeno, / profundísimo gato / policía secreta / de las habitaciones...”
Para Antonio Burgos -escritor español- el gato es un animal políticamente incorrecto pues no es condescendiente con nadie. Burgos tiene escritos dos libros sobre gatos que son éxitos en España: “Gatos sin fronteras” y “Alegatos de los gatos”, donde narra las aventuras de Remo, un gato callejero. “Los gatos son animales que nunca alcanzan su grado total de domesticidad y mantienen un envidiable sentido de la libertad. Es un animal elegante, enigmático y tremendamente literario” sostiene el escritor español.
La escritora y poeta Leonor Silvestrini afirma: “lo que en general a la gente le molesta de los gatos, su total independencia, sus conductas libertarias, anarquistas, que sean ociosos, vagos, callejeros, a mí me fascina. Los gatos son personajes mucho más literarios que otros animales”.
Muchos escritores se han inspirado en estos animales para escribir. Tal es el caso de Edgar Alan Poe, cuya gata Catarina se sentaba en su hombro mientras él escribía. Esta gata lo inspiró a escribir “El gato negro” uno de los cuentos más conocidos del escritor estadounidense.
Osvaldo Soriano sostenía que un gato le había traído la solución para una de sus novelas más conocidas: “Triste, solitario y final”.
Como testigos de esta relación entre los escritores y los gatos, existen muchas fotografías. Recuerdo varias de Juan L.Ortiz, poeta gualeyo; otras de Julio Cortázar, Osvaldo Soriano con un gato siamés; Jorge Luis Borges; de Stephen King, Ernest Hemingway, y Herman Hesse.
Mientras escribo esto, Lola, la gata siamés de mis hijos, salta sobre mis piernas y ronroneando me reclama caricias so pena de caminar por el teclado de la computadora. Quizás intuya el tema de lo que escribo y decreta inexorablemente el final de esta nota.

Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com

miércoles, 23 de abril de 2008

“Ser Fernández Moreno me pesó en lo positivo y en lo negativo”


Inés Fernández Moreno vive en Parque Chas y justamente en ese barrio porteño transcurre la historia de uno de sus cuentos más difundidos: “Milagro en Parque Chas” que forma parte de una antología llamada “Cuentos de Fútbol” publicado por la editorial Alfaguara.
Inés es una mujer naturalmente simpática y en el living de su casa me cuenta como fue esa experiencia de escribir un cuento de fútbol. “Yo de fútbol no sé nada, es más, no me gusta el fútbol, tengo un marido futbolero, y estoy saturada de fútbol. Cuando me dijeron de escribir un cuento para esta antología a mí me pareció una tarea imposible. Después, empecé a buscar ideas y a medida que me fui entusiasmando empecé a documentarme, porque un escritor que se documenta en realidad puede escribir de cualquier cosa. Y salió bien el cuento, me gusta, porque es un cuento que me ha dado muchas satisfacciones”.
Inés nació en Buenos Aires, el 28 de agosto de 1947. Se ha ganado por mérito propio, un lugar en la literatura argentina, más allá del prestigio que ostenta su apellido ya que es hija de César y nieta de Baldomero Fernández Moreno.
Contrariamente a lo que uno puede suponer, viniendo de familia de poetas, Inés se define como cuentista, aunque reconoce cierto acercamiento entre el cuento y la poesía. “Alguien me dijo una vez que el cuento es una aproximación a la poesía. El cuento, por su economía, por la tensión que maneja, está más próximo a la poesía que la novela. Nunca escribí poesía, tal vez porque es un terreno muy sagrado para mí y más bien me repliego ante la fantasía de escribir poesía. Para mí, la poesía es el lugar donde se condensa la literatura, es el lugar más intenso literario, de mayor exigencia. De todas maneras, creo que inicialmente, yo manejaba una prosa bastante poética o una prosa con una presencia de lo poético”.
- ¿Te pesó el ser Fernández Moreno?
- Sí, claro que sí, seguro que me pesó. Por el lado positivo y por el lado negativo. Por el positivo por todo lo que habré acumulado, todo lo que habré mamado. Lo negativo por toda esta cosa de ¿y yo quién soy?, ¿qué hago acá?. Sí, no es como ser Juan Pérez.

Inés Fernández Moreno, trabajó muchos años en publicidad y comenta sobre sus comienzos. “Tengo una íntima amiga, que es escritora, que empezó a trabajar como redactora publicitaria en una agencia de publicidad, ella me avisó que en una agencia chiquita buscaban un redactor publicitario y me presenté. La directora creativa era Cecilia Absatz (periodista y escritora), me tomó una prueba y ahí empecé. En esos años, en publicidad trabajaba gente como Isidoro Blastein, Marcos Mundstock, Guillermo Saccomano, Ana María Shua, Jorge Guinzburg. Fue por esa época que empezaron las carreras más formales de publicidad, pero en aquel entonces, había pintores, escritores, periodistas, que vivían de la publicidad”.
- Y trabajaste también en periodismo…
- Sí. En el mismo momento en que trabajaba en publicidad, en Clarín salían unos artículos de opinión, de vida cotidiana, y me propuse escribir algo para mandarlo. Yo estaba embarazada en ese momento y el artículo hablaba de lo que le pasa a la mujer cuando está embarazada, con una serie de reflexiones. Lo escribí, lo mandé a Clarín y me lo publicaron. Después escribí otro y otro. Empecé a escribir distintas colaboraciones y descubrí en lo periodístico, una posibilidad de desplegar la escritura de una manera más libre. Entonces desde ese momento, algo me hizo un “click”. Me hablaron de un taller literario que daba Sylvia Iparraguirre y dije; voy a probar. Entonces empecé a ir al taller y pocos meses después Sylvia me propone ir al taller de Abelardo (Castillo).

Sylvia Iparraguirre –escritora- es la esposa de Abelardo Castillo, por quién Inés no disimula su admiración. “En esa época, Abelardo, que es un maestro, tenía un taller donde había gente que ya escribía mucho, estaba Edgardo González Amer, Marcelo Caruso, Juan Forn. Fui al taller de Abelardo y fue como abrir una compuerta, empecé a escribir un cuento por semana. Aprendí mucho, porque Abelardo tiene una visión radiográfica, de mucha precisión acerca de la estructura y funcionamiento de un cuento. El taller literario, inicialmente con Sylvia y después con Abelardo, fue para mí muy importante”.
Inés Fernández Moreno, publicó su primer libro de cuentos: “La vida en la cornisa”, en 1993 y se define como una escritora tardía. “Empecé grande a escribir. Es decir, por un lado escribí toda mi vida porque hice la carrera de Letras, porque trabajé en publicidad, ese trabajo tenía que ver con escribir”.
- Pero nunca, formalmente, te sentaste a escribir un cuento…
- No, nunca. Supongo que tiene que ver con una exigencia muy alta puesta en la literatura. Yo tenía un abuelo, Baldomero, bastante célebre y un padre que también era un poeta importante. Era un nivel muy alto de exigencia, también debía haber una cuestión de género, porque en la familia eran más bien los hombres los que escribían...
- Uno tiende a pensar que ese ambiente te fomentaba...
- Y por un lado te fomenta, porque yo escribía bien, mis redacciones eran buenas, no tenía faltas de ortografía. Es decir, naturalmente escribía bien porque había un medio que lo propiciaba. De chicos jugábamos al scrabble, se hacían muchos chistes verbales. Mi abuelo, como un juego, hacía practicar métrica cuando hablaban en la mesa.
- Recibiste toda esa carga cultural como una herencia familiar, era difícil escaparte de ese camino…
- Sí, pero yo me pasé mucho tiempo haciendo otras cosas. Seguí la carrera de Letras porque no sabía que seguir. Había empezado Derecho y dejé; en una época hice danzas, después empecé Medicina un año, no sabía que hacer y trabajaba en publicidad desde los 18 años.
- ¿Y cómo fue la experiencia de publicar el primer libro?
- Con una primera colección de cuentos que me pareció sólida comencé mi caminito de editorial en editorial. Finalmente, el primer libro me lo publicó Emecé. Después -esto también lo decía Abelardo-, una cosa es escribir los primeros cuentos, conseguir la primera publicación, y otra sostener esos logros a lo largo del tiempo…
- Eso es más responsabilidad...
- Eso es más duro. Y de pronto aguantar que pueda pasar un año y solo escribas un cuento. Porque después, vas queriendo más y vas queriendo distinto y vas queriendo crecer, entonces ahí son otros los problemas que se te plantean.

Inés ha publicado varios libros de cuentos: La vida en la cornisa, en 1993; Un amor de agua, en 1997; Hombres como médanos, en 2003; y dos novelas: La última vez que maté a mi madre, en 1999 y La profesora de español, en 2005.
Ha recibido numerosos premios en nuestro país y en España, donde vivió tres años. “De acá tengo el municipal de cuento y el municipal de novela, y tengo varios en España”.
- Los premios te dan confianza...
- Claro, porque yo traía esa carga de ser parte de una familia con tanto personaje.
- Vos dijiste una vez que la literatura sale a partir de una crisis...
- Bueno, no tan literalmente, pero sí a partir de cierta problemática, de algo que falta, la literatura te permite desarrollar sustitutos, compensaciones, como una especie de muleta. Si la estás pasando bien, estás enamorado, tenés plata, estás viajando, que te vas a poner a escribir.
- Borges decía que él armaba el cuento en su cabeza y después lo único que hacía era dictarlo, cuando ya no veía bien...
- Yo estoy de acuerdo, es bastante así.
- ¿Cómo te pasa a vos?
- Ahora, no sé muy bien. Te digo como era cuando escribía cuentos con mucha regularidad. A mí se me ocurría una idea que me gustaba -y eso es misterioso, porque algunas cosas te producen un efecto y otras no- o alguien me contaba algo. Por ejemplo, una vez, alguien me contó que una mujer que conocía tenía un amante y que cuando se encontraba con él le llevaba comida. Eso me pareció extraordinario, me pregunté: ¿para eso tenés un amante, para llevarle comida a un hotel?
- Era una manera de manifestarle el amor a través de la comida…
- Bueno... pero para eso tenía al marido. Tener que cocinar para llevarle la comida al amante francamente no sé cuál es el negocio. (risas) Bueno, a mí me pareció tan loca, tan disparatada esa idea, entonces tomé eso y lo empecé a fantasear mentalmente, comencé a mezclar esa idea con cosas que me suceden, con aquellos lugares a donde me va llevando la escritura…
- Pero vos decís, yo empiezo acá el cuento y el final va a ser este…
- Depende del tipo de cuento. Este cuento no tiene un final sorprendente, porque para mí el nudo del cuento es esa confusión entre el amante y el marido; el cuento es eso, no es un final. A veces el cuento es una atmósfera, o el discurso de alguien, la forma tan particular que tiene alguien de hablar.
- Te gusta trabajar sobre el humor, te gusta el humor…
- Sí, me gusta mucho el humor. Me parece que el humor en general es una de las formas de la inteligencia. Porque el humor te permite tomar distancia de las cosas. Y en el humor siempre hay un corte con respecto a lo establecido, te permite ver algo de una manera insólita o diferente, de una manera en que no lo hubieras visto nunca, creo que la escritura tiene que ver con eso también.
- ¿Qué cosas te gustan leer?
- Soy bastante indisciplinada para leer. Trato de ir guiando mis lecturas, pero no significa que lo consiga. Por ejemplo, no había leído nada de todos estos autores japoneses que están circulando ahora, (Yasunari) Kawabata, (Haruki) Murakami, entonces dije bueno, quiero leer un poco de estos japoneses. También trato de leer literatura argentina, leer autores jóvenes. Leí a Samanta Schweblin, que me gustó muchísimo. Y leo cuentistas, ahora estoy leyendo unos cuentos de Julian Barnes, que me encantan. Me gusta mucho Dino Buzzati, pero son difíciles de conseguir sus libros acá. En general no consigo seguir una línea muy orgánica para mis lecturas, leo en forma desordenada. Una cosa que decía Abelardo, que es interesante, es leer a los autores que mencionan los autores que vos leés y te gustan. Pero en general cumplo poco con estas consignas.
- Así como sos medio indisciplinada para leer, ¿lo sos para escribir?¿En qué momento escribís?
- No tengo un momento determinado, en realidad depende de distintos momentos o etapas de mi vida. Cuando estaba escribiendo la novela en España que trabajaba menos y tenía ese proyecto, me sentaba todos los días a la mañana, dos o tres horas. Escribir -creo que lo decía Hebe Uhart en una charla- es mucho pensar, no es sentarte a escribir. Es todo ese tiempo que vas pensando, que tenés la fantasía de quien es ese personaje y que diría. Todo ese trabajo de pensamiento, de asociaciones y de fantasía es un trabajo tan importante como el trabajo de escribir.
- Primero elaborás en tu cabeza para después volcarlo en el papel…
- Yo pienso y después escribo y cuando lo hago, me pasa que a veces no encuentro lo que había fantaseado inicialmente o bien va en otra dirección inesperada.
- ¿Relees las cosas que ya publicaste?
- No, no, ya están. A veces las miro con extrañeza. Hay ciertas cosas que ya no podría escribir, vas cambiando. A mí me gustaría escribir de la manera más sintética posible ahora, cosa que antes no me pasaba, creo que me floreaba más, me engolosinaba más con las palabras.
- ¿Cómo fue la experiencia de irte a España en el 2002?
- Lo de irme a España está más vinculado a la crisis económica Tengo un marido arquitecto y apareció una oportunidad de trabajo. Acá las cosas estaban mal y entonces decidimos irnos como tanta gente que se fue en ese momento, con la diferencia que nos fuimos más grandes, pero siempre con la idea de volver.
- ¿Lo viviste como algo traumático?
- Sí, fue traumático. La verdad que sí. Fue traumático, porque en ese momento la sensación del país era que se iba todo al diablo, que no había salida, que se hundía, era una sensación de catástrofe, como que había que evacuar, como si fuera una guerra y había que salir corriendo de aquí…
- Pero pensando en volver…
- Sí, pensando en volver, pensando en ir unos años y volver. Y pensando en que por ahí nuestros hijos tuvieran la opción de zafar si el país se iba al diablo, tener otro punto de partida.
- ¿Qué edad tenían tus hijos?
- Anita tenía 15 y Octavio tenía 20. El otro es más grande, pero ya estaba viviendo en Europa.
- Para ellos también fue duro…
- Sí, pero coincidió con que Octavio hacía tiempo que quería irse, como él toca el piano, quería ir a estudiar al conservatorio de Ámsterdam. A Anita que era más chiquita, la idea le pareció como una aventura. Fue distinto después allá porque cada uno vivió sus experiencias duras.
- ¿Y a vos que te pasó?
- Por un lado la pasé mal porque extrañaba, empecé a darme cuenta que era muy duro estar fuera, había tenido que dejar todos mis afectos, todas mis cosas. Por un lado sufrí, pero por otro lado me divertí. Hice cosas que sino no hubiera hecho. No me arrepiento porque fue una opción que tenía más de valentía y de aventura que otras alternativas.
- Y estando en España escribís tu última novela, “La profesora de español”.
- Sí, yo daba clase de español y empecé a tropezar con una serie de personajes muy pintorescos para mí. Les daba clase a alemanes, a iraníes, a franceses, a ingleses, y además estaba en un lugar totalmente nuevo. Toda esa serie de relaciones nuevas que yo tenía con los alumnos, con el lugar, era algo muy rico como experiencia. Entonces pensé que ahí tenía una estructura posible, cada alumno fue una experiencia distinta. Y en el medio está el tema de la inmigración, de lo que uno extraña, la experiencia de lo que es instalarte en un lugar nuevo y la experiencia del trabajo y el contacto con los otros.
- Cómo ves al país después de esta experiencia de vivir en España.
- Veo el país recuperado económicamente, me parece que hay algunas voluntades de trabajar más seriamente. Lo que también sigo viendo, es como una tela de la que está hecho el país que sigue siendo la misma. Hay problemas que son estructurales; la corrupción, la falta de seriedad para trabajar, la poca responsabilidad, el sálvese quien pueda. Todo lo que nosotros reconocemos como nuestros defectos y de lo que nos quejamos los argentinos. Pero también veo cosas en las que se avanza, gente inteligente y constante que de todas maneras sigue desarrollando proyectos, instituciones que trabajan y que hacen lo propio, gente con solidaridad y vocación para el trabajo comunitario.

Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com

lunes, 14 de abril de 2008

Nunca es tarde cuando la nota es buena

Tarde, siempre tarde. Uno corre, se apura, escribe rápido corriendo el riesgo de cometer algunos errores de sintaxis, pero es tarde. Hay que entregar a tiempo porque sino la nota no sale. ¿Y qué pasó la semana pasada?. La nota no salió. Porque ya era tarde y no había lugar. Cuando pienso en esto de no había lugar, me imagino a todos los columnistas y periodistas juntos, apretados, tratando de ganarse un lugar en alguna página del semanario. ¿Vio como pasa a veces en los ascensores?. Uno entra a un edificio apurado, corriendo para llegar al ascensor que ya está lleno de personas y la puerta... se cierra. Y uno se queda parado, viendo como el ascensor emprende su viaje indiferente ante el esfuerzo que se ha hecho para llegar. La semana pasada yo me sentí igual. Llegué apurado con mi nota en la mano, corriendo para poder entrar al ascensor donde ya estaban Jorge Barroetaveña, Horacio Palma, Binóculo, Miguel Diorio, Héctor Jaime y hasta Específico Pérez que intercambiaba ideas con Genérico Gómez, y de repente la puerta se cerró y escuché que alguien desde adentro me espetaba un... ¡tarde!. Y ahí me quedé yo, con la nota en mis manos sin poder hacer nada más. ¿Y ahora?, pensé. Porque el lector no sabe algunas cosas que nos pasa a quienes escribimos. La nota que usted -amigo lector- tarda aproximadamente unos cuatro minutos en leer, a mí me llevó unos tres días pensarla, encontrar un tema que sea interesante, que tenga cierta actualidad, y por lo menos unas tres o cuatro horas ( con suerte) para escribirla, leerla, corregirla, volver a leerla, cambiar algunas cosas... en fin, son horas de dedicación para que el producto sea algo digno, para que usted dedique tan solo cuatro minutos en leerla. Son las reglas del juego: cuatro días para cuatro minutos.

La Guerra de Malvinas
La nota de la semana pasada, la que finalmente no salió, hablaba de la guerra de Malvinas, un hecho doloroso para todos los argentinos. Por estos días que transcurrimos se cumplen 26 años del Conflicto Bélico del Atlántico Sur, desde esa madrugada del 2 de abril de 1982, cuando un grupo de buzos tácticos al mando del Capitán Pedro Edgardo Giachino comenzaba la llamada Operación Rosario.
En el Reino Unido, el gobierno de Margaret Thatcher, llamada la Dama de Hierro –apodo que le encantaba- atravesaba por importantes problemas económicos y sociales. El conflicto bélico del Atlántico Sur, le serviría, tiempo después, para recuperar la popularidad perdida al punto de ser reelecta como Primer Ministro, al año siguiente con el 42% de los votos.
En nuestro país, al gobierno militar le sucedía algo similar. Con serios problemas en la economía que incluía una inflación anual del 150%, y tras seis años de gobierno dictatorial, la sociedad y los partidos políticos comenzaban a pensar que ya era tiempo de elecciones libres y de volver a un gobierno democrático. La derrota de Malvinas, que dejó un saldo de 649 soldados muertos, constituyó el principio del fin de la dictadura militar.

Mi recuerdo de la guerra
En la mañana de ese viernes 2 de abril de 1982 me enteré por la radio, como la mayoría de los argentinos, de la recuperación de las Islas Malvinas. La perplejidad fue el primer sentimiento que recuerdo. Si bien me habían enseñado en la escuela que las Islas Malvinas eran argentinas, era como algo ajeno, distante; algo de lo cual no tenía una real conciencia; un grupo de islas pequeñas, muy al sur, en medio del mar. Después surgió -como en todos- el sentimiento patriótico y el orgullo de que las islas dejaran de ser Falklands para ser definitivamente las Malvinas.
En 1982 estaba cursando el 5to. año turno tarde, en la Escuela de Comercio Celestino Marcó. Al mediodía, como lo hacíamos habitualmente, nos juntamos con mis compañeros en la plaza Constitución antes de entrar a clase. No recuerdo exactamente de quién fue la idea, pero entre varios decidimos ir a la Jefatura Departamental de Policía -frente a la plaza- y pedir prestada una bandera argentina. Cuando ya todos los alumnos estaban en la escuela, “los de quinto”, entramos juntos, jubilosos, formando dos filas con la bandera al medio sostenida por nuestras manos. Tengo en mi memoria la imagen grabada, entrando al patio de la vieja Escuela de Comercio, y los alumnos y profesores aplaudiendo y vivando por la recuperación de las Islas Malvinas. Entre mis compañeros de aquel 5to. año -que recuerdo con mucho cariño- hay varios que hoy son docentes, otros comerciantes; Matías, que hoy es dirigente ruralista y Analía, que es concejal.
Después de la guerra y durante muchos años, al acordarme de esa imagen, sentí vergüenza. Vergüenza por el sentimiento triunfalista de esos momentos, por la inconciencia de no saber la verdadera magnitud de lo significaba una guerra para nuestro país; vergüenza por la derrota y por los chicos de la guerra.
Con el tiempo aprendí a no avergonzarme y a sentir un profundo respeto y admiración por los soldados que fueron a Malvinas. Soldados, la mayoría de los cuales tenían apenas dos años más que yo y que fueron dispuestos a ofrendar lo más valioso que tiene una persona, su vida. Ellos merecen, por parte del gobierno, el estado y la sociedad, ser tratados como lo que son: héroes.

Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com
Publicado en Gualeguay al día el 13/04/08

martes, 8 de abril de 2008

A 26 años de la guerra de Malvinas



El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se reunió en Nueva York el 1 de abril de 1982. En esa reunión el embajador británico en la ONU, Sir Anthony Parsons decía: “Tenemos evidencia de que la marina argentina está a punto de llevar a cabo una invasión, posiblemente ya mañana por la mañana… pedimos al Consejo que apele al gobierno argentino para que se contenga y se abstenga de usar amenazas o fuerza en el Atlántico Sur”. Era demasiado tarde. En la madrugada siguiente un grupo de buzos tácticos al mando del Capitán Pedro Edgardo Giachino, comenzaba la llamada Operación Rosario. Se cumplía, de esa forma, con la recuperación de las Islas Malvinas.
En la Plaza de Mayo, el presidente militar Leopoldo Fortunato Galtieri exclamaba una frase que quedaría en la dolorosa historia de Malvinas: “ Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Galtieri, Anaya y los demás integrantes de la cúpula militar de entonces, subestimaron a Margaret Thatcher, pensando que no enviaría tropas a recuperar las islas.
El sábado 3 de abril en la “Cámara de los Comunes”, Margaret Thatcher, bautizada burlonamente por la Unión Soviética como la Dama de Hierro, tuvo que asumir la responsabilidad de la primera pérdida por la fuerza de un territorio británico, desde la Segunda Guerra Mundial.
El gobierno de la Dama de Hierro –apodo que le encantaba- atravesaba por importantes problemas económicos y sociales. El conflicto bélico del Atlántico Sur, le serviría, tiempo después, para recuperar la popularidad perdida al punto de ser reelecta como Primer Ministro, al año siguiente con el 42% de los votos.
En nuestro país, al gobierno militar le sucedía algo similar. Con serios problemas en la economía que incluía una inflación anual del 150%, y tras seis años de gobierno dictatorial, la sociedad y los partidos políticos comenzaban a pensar que ya era tiempo de elecciones libres y de volver a un gobierno democrático. La derrota de Malvinas constituyó el principio del fin de la dictadura militar.

La Operación Rosario
La recuperación de las Islas Malvinas fue algo pensado y planeado con muchos meses de anticipación. El ideólogo de la operación -el almirante Jorge Anaya, quién murió el 9 de enero pasado a los 81 años- había convencido a Galtieri de llevar adelante la recuperación de las islas y aparentemente el gobierno británico estaba enterado de esto. En el libro The Falklands War, editado a fines de 1982, se cita este hecho: “Los funcionarios de la embajada británica en Buenos Aires insisten en que avisaron al Ministerio de Asuntos Exteriores en Londres de que la Junta Militar iba seguramente a adoptar una línea dura y que particularmente Anaya abrigaba desde hacía mucho tiempo la ambición de recuperar las Malvinas –ambición que le gustaría llevar a cabo”. El gobierno británico hizo caso omiso a sus funcionarios en Argentina.
La recuperación de las Islas no cayó bien en Inglaterra y ante la presión de los diarios británicos como el Daily Telegraph y el Daily Mail que hablaban de “humillación” y de “vergüenza” refiriéndose a la pérdida de las Falklands, Margaret Thatcher prometió en la “Cámara de los Comunes” que las islas serían recuperadas.
El 5 de Abril, el gobierno británico ordenó la salida de la Marina Real desde Portsmouth y Plymouth con rumbo al Atlántico Sur con el objeto de recuperar el territorio perdido. Era el comienzo de la Guerra de Malvinas que dejó el saldo de 649 soldados argentinos muertos.

Mi recuerdo de la guerra
En la mañana de ese viernes 2 de abril de 1982 me enteré por la radio, como la mayoría de los argentinos, de la recuperación de las Islas Malvinas. La perplejidad fue el primer sentimiento que recuerdo. Si bien me habían enseñado en la escuela que las Islas Malvinas eran argentinas, era como algo ajeno, distante; algo de lo cual no tenía una real conciencia; un grupo de islas pequeñas, muy al sur, en medio del mar. Después surgió -como en todos- el sentimiento patriótico y el orgullo de que las islas dejaran de ser Falklands para ser definitivamente las Malvinas.
En 1982 estaba cursando el quinto año, turno tarde, en la Escuela de Comercio Celestino Marcó. Al mediodía, como lo hacíamos habitualmente, nos juntamos con mis compañeros en la plaza Constitución antes de entrar a clase. No recuerdo exactamente de quién fue la idea, pero entre varios decidimos ir a la Jefatura Departamental de Policía -frente a la plaza- y pedir prestada una bandera argentina. Cuando ya todos los alumnos estaban en la escuela, “los de quinto”, entramos juntos, jubilosos, formando dos filas con la bandera al medio sostenida por nuestras manos. Tengo en mi memoria la imagen grabada, entrando al patio de la vieja Escuela de Comercio, y los alumnos y profesores aplaudiendo y vivando por la recuperación de las Islas Malvinas.
Después de la guerra y durante muchos años, al acordarme de esa imagen, sentí vergüenza. Vergüenza por el sentimiento triunfalista de esos momentos, por la inconciencia de no saber la verdadera magnitud de lo significaba una guerra para nuestro país; vergüenza por la derrota y por los chicos de la guerra.
Con el tiempo aprendí a no avergonzarme y a sentir un profundo respeto y admiración por los soldados que fueron a Malvinas. Soldados, la mayoría de los cuales, tenían apenas dos años más que yo y que fueron dispuestos a ofrendar lo más valioso que tiene una persona, su vida. Ellos merecen, por parte del gobierno, el estado y la sociedad, ser tratados como lo que son: héroes.



Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com