sábado, 4 de octubre de 2008

Relato de un recién llegado

“Durante toda mi vida me he esforzado por aceptar, sin intentar comprenderlas, las imágenes compulsivas que se me presentaban”.(Luis Buñuel)


Llegué a Buenos Aires desde Gualeguay en febrero del ‘85. El viaje había sido largo, doce horas en total. Era un viaje que en esa época no llevaba más de cuatro pero nosotros -un amigo y yo- habíamos decidido hacerlo a dedo para ahorrarnos el pasaje. Al llegar a Zárate, luego de ocho horas de trajín, ya nos habíamos arrepentido y decidimos hacer el último tramo hasta Retiro en tren y de ahí en subte hasta la pensión de Constitución, la que sería nuestro hogar en los próximos meses.
Cuando llegamos lo primero que hice fue darme un baño para refrescarme. Había tragado demasiada tierra durante el viaje, tenía los labios resecos y los ojos completamente irritados por el sol del verano. Estaba realmente cansado después de viajar en un camión con ovejas, en la caja de una camioneta destartalada, en el vagón sucio de un tren y en el caluroso subterráneo de la línea C que une Retiro-Constitución. Aunque cansado, me sentía bien de estar en mi nuevo lugar, con muchas expectativas y el desafío de poder adaptarme y mantenerme en la gran ciudad, para lo que era una condición elemental conseguir trabajo para costearme los gastos y poder estudiar.
La pensión estaba en la avenida San Juan casi llegando a Lima. Era un departamento amplio en la planta baja de un edificio antiguo de los años 30. La dueña era una mujer sesentona, de pelo corto, rubio oxigenado, excedida en peso y bastante antipática, que –según nos enteramos unos días más tarde- tenía amoríos con un muchachito joven. Ella ocupaba la primera habitación de la casa, la única con ventana a la avenida. A nosotros nos tocaba la segunda, dando la vuelta a la izquierda por el pasillo oscuro que servía de hall de entrada. Era bastante amplia, con el techo alto como se hacían las casas de antes, las paredes pintadas de verde claro, con tres camas, dos mesas de luz, una mesa con tres sillas y un ropero antiguo con espejo. La ventana daba al patio donde se podía colgar la ropa después de lavarla en un piletón. El único problema era que había que vigilarla de vez en cuando porque era común que desapareciera algo de la soga.
- ¿Cómo les va chicos?- fue la bienvenida que nos dio Julia, la encargada de la pensión. Julia era un verdadero personaje. Tenía en común con la dueña el pelo rubio oxigenado, aunque largo hasta la cintura, y la edad - que si bien no la conocíamos exactamente - también rondaba los sesenta largos. Pero a diferencia de ella, Julia era más simpática, tenía una sonrisa picarona casi permanente. Era de estatura mediada, gordita y con la cara medio aindiada que contrastaba ineluctablemente con el color del pelo. Julia tenía una costumbre bastante curiosa; se le daba por pasear dos perros chicos que convivían en su pieza de la pensión, en la plazoleta que quedaba en el medio de Lima y la avenida 9 de Julio, a la madrugada y vestida en camisón. Era extraño, pero al cabo de un tiempo pasó a ser algo común para nosotros escucharla pasar por el pasillo hablándoles a sus perros en plena madrugada.
En una ocasión fui hasta su habitación, a la que nadie tenía permitida la entrada, para preguntarle algo y me hizo pasar. Las paredes estaban pintadas de rojo, había poca luz, tenía unas velas encendidas y estampitas de santos. Había un aroma fuerte a sahumerio mezclado con el olor de los perros, y en la cima de una pila de colchones su gato negro, durmiendo plácidamente.
Para nosotros Julia era como una especie de informante y protectora. Nos ponía al tanto de nuestros inevitables compañeros de pensión; todos hombres de más de cuarenta años para los que nosotros éramos unos nenes de pecho venidos del interior, con apenas veinte años. Recuerdo algunos de ellos: un gordo pelado y de bigotes con cara de pocos amigos que -según Julia- era taxista. Otro delgado y alto, correntino, que se emborrachaba y gritaba buscando pelea y al rato se largaba a llorar sin consuelo. Y un tipo flaquito, don Hugo le decían, petiso, medio pelado, que vivía en la única pieza con una sola cama y que estaba al lado de la nuestra. Se dedicaba a vender toallas y sábanas por la calle. Don Hugo hablaba con voz suave, no era simpático pero si amable.
- Macanudo don Hugo -le comentamos a Julia a los pocos días de llegar- el otro día nos quedamos sin yerba y se ofreció a darnos un poco y azúcar también por si queríamos.
- Tengan cuidado con él – fue la respuesta de Julia con su clásica sonrisa.
- ¿Por, qué pasa?
Julia nos miró con picardía, se acercó y en voz baja dijo: es puto.
- Dale... dejate de joder Julia...
- De verdad les digo, ya van a ver que de noche viene un negro a verlo – y volvió a sonreír.
Unos días después, pudimos comprobar lo que nos había dicho Julia. Una tarde sonó el timbre y como ella estaba en el fondo, en la cocina, fui yo. Cuando abrí la puerta estaba un morochón, de estatura mediana, delgado y con bigote medio ralo.
- Vengo a ver a don Hugo.
- Pasá... ¿sabés cual es la pieza de él? – le pregunté por decir algo. Me imaginé que era el tipo del que nos había hablado Julia.
- Sí... ta’ bien – me respondió y entró como si viviera en la pensión.
Don Hugo esperaba a la tardecita a su amigo, tomaban unos mates, después le preparaba la cena y finalmente el morocho se quedaba a dormir, como haciendo vida de casados.
Para nosotros era algo extraño convivir con la homosexualidad. En esa época, cuando recién teníamos un año desde la vuelta a la democracia en nuestro país, la homosexualidad era algo bastante oculto. Recuerdo que al segundo día de llegado a Buenos Aires, estaba parado en una esquina de la Avenida de Mayo y vi como dos mujeres jóvenes tomadas de la mano caminaban rumbo al subterráneo. Cuando llegaron a la entrada mirándose a los ojos se dijeron algo y se besaron en la boca. Una bajó y la otra siguió su camino por la avenida. Me quedé mirando toda la escena como si se tratara de una película prohibida para menores y yo era, en ese momento, un espectador de lujo.
La ciudad era todo un mundo por descubrir. Por lo menos eso creía yo. Cinco meses después de vivir en la pensión decidí regresar a Gualeguay. En febrero del año siguiente viajé nuevamente a Buenos Aires para quedarme definitivamente, aunque no volví nunca más a la pensión.
Muchos años después –sin proponérmelo- pasé una madrugada por la avenida 9 de Julio a la altura de Constitución. Ahí estaba Julia, como siempre, el pelo rubio oxigenado hasta la cintura, en camisón, paseando sus perros, en una visión que se parecía a una película surrealista. Pensándolo bien, y viéndolo a la distancia, toda la pensión se parecía más a una película surrealista... que a la realidad.
Claudio Carraud
ccarraud@hotmail.com

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Tal vez, y digo solo tal vez...esas historias no sean más que un recuerdo dulce, de algo que jamás ocurrió. Como todo el pasado...que ya no es.
Abrazo.
Horacio

Silvina Carraud dijo...

Claudio, qué tiempos lejanos! La audacia y la curiosidad, propias de la juventud...
Un beso grande.

Arnold dijo...

Que recuerdos!!! Mamita... da miedo la imagen. Te ahorraste algunos detalles. Es como si los viera.....

Anónimo dijo...

Que memoria...te juro que de la mitad de los detalles no me acordaba...me hiciste vijar en el tiempo.
Un Abrazo.