jueves, 10 de julio de 2008

De recuerdos y olores

Por Arnoldo Cosso
Buscando en mi mente partes de un pasado inmediato, reconstruí casi sin darme cuenta una muy importante de mi pasado lejano. Instintivamente la selección de las mejores partes ocuparon mis pensamientos. Qué increíble ¿no? Hasta dónde es capaz de llevarnos la mente, a qué rincones alejados, a qué fragmentos de tiempo y espacio. Charlas que hubiésemos querido borrar, historias de triunfos, situaciones vergonzantes, emociones olvidadas y nunca compartidas. Todos esos recuerdos están en nuestras mentes, vaya a saber de que forma, archivados, seleccionados por el azar de nuestro laberinto.
Cuando busco en los recuerdos, siempre pasa darme cuenta que los recuerdos cotidianos son infinitamente menos en cantidad. Es como si los arrastráramos al olvido. Y ahí van las sonrisas, las miradas, los gestos y por qué no, los olores. Ya sé, pensarás qué loco recordar olores. Es raro y se supone que no es fácil. Pero cómo no tener presente treinta años después, el olor de las medias lunas saladas de aquella panadería en calle San Antonio, a las cinco y media de la mañana cuando volvíamos de bailar, o simplemente de trasnochar. ¡La pucha! lo tengo acá en este momento. Y no puedo evitar cerrar los ojos, y es un disparador de otros tantos más. Ahí viene el olor al pasto regado de la plaza San Martín, y ahora viene el de la tierra mojada, cuando pasaba la regadora municipal. El de Puerto Ruiz, cuando iba a pescar con mi padre, el de la arena mezclada con barro en Paso Coronel, el del vestuario de básquet de BH fumando a escondidas del profe. El del fútbol de Gualeguay Central, cuando traían el cajón con un par de docenas de botines puestos una y cien veces por vaya a saber cuantos antes. El olor a la humedad del túnel que nos llevaba a la cancha y que solamente los buenos que llegábamos a primera podíamos transitar. El olor de la carpintería de la vuelta de mi casa, al horno de ladrillos de mi abuelo en el campo, al de la parrilla del comedor de la calle ancha. Al domingo en el hipódromo. A la fritura de las empanadas preparadas para vender y así juntar plata para el viaje de quinto.
Al de esa casa vieja pintada de rosa, donde cada vez que iba era como dar un paso más en la carrera de macho. Y aquí me detengo. Merece un párrafo aparte. ¿Cómo explicarlo? Ya desde la vereda se lo percibía de memoria. Pero cuando abríamos esa pesada y gloriosa puerta que separaba al mundo bueno de lo impúdico, una mezcla rancia flotando en el aire se abalanzaba hacia mi cuerpo, queriendo ganar la calle como buscando liberarse del encierro. Ahí estaban los vasos de vino, cerveza, ginebra, todos con sus olores superpuestos, con los perfumes de vaya saber qué marca olvida en el tiempo, puestos para la gran ocasión. El olor de los pisos que causarían el espanto de cualquier bromatólogo de la nueva generación. El de ese cuarto descascarado, con el techo de altura eterna y un cielorraso de tela pintada de blanco, con una sola cama de mil batallas de sexo olvidados, con olor a sabanas sudadas y gastadas. El olor a cuero de las billeteras abiertas para pagar tanta generosidad carnal y allí, como broche de oro, mi propio olor, enmarcado como en un retrato junto con otros recuerdos prestados por mi memoria.
Estoy seguro que cuando deje de escribir estas líneas irán nuevamente a ocupar el lugar donde estaban archivados en mi mente. Hoy solamente abrí un poquito una ventana y fueron saliendo, primero como quien pide permiso, después, desbocados en malón. Tengo que admitir que me dio nostalgia mi vida vieja, de olores irreconciliables con mi vida nueva, pero tengo una gran ventaja, el saber que están ahí y algún día los puedo volver a invocar, tal vez, como parte de otra historia, hasta siempre.

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